miércoles, 9 de agosto de 2017

NACIONALISMO, TRADICIONALISMO,
CONSERVANTISMO

Notas sobre El Pensamiento Conservador en Chile, de Cristi y Ruíz[1].


Renato Cristi y Carlos Ruíz han dedicado un conjunto de “ensayos” a mostrar la existencia y la consistencia de una corriente de pensamiento que no había recibido los honores de un estudio de conjunto, hasta ahora. Incluso más, se puede afirmar que esta corriente ha sido, en general, ignorada por la historia constitucional, por la historia de los partidos políticos o por el estudio de las ideas políticas en nuestro país. Es preciso advertir que en Chile existió, desde mediados del siglo XIX hasta los años 60 del siglo XX, un partido conservador que se jactaba de haber fundado la República y de ser el representante político de la Iglesia: ¡no escasos títulos para una posición conservadora! Sin embargo, este partido fue reconocidamente liberal, tanto en lo político como en lo económico; en consecuencia, y con justicia, C. y R. no lo consideran en su obra.
Pues de lo que se trata en ella es de esa corriente de ideas suscitada en oposición a la Revolución Francesa y sus secuelas, e ilustrada por los nombres de Edmund Burke, Joseph de Maistre, Louis de Bonald, J. Donoso Cortés, entre otros. El pensamiento conservador, así, es definido como una reacción frente al énfasis que el liberalismo pone “en la agencia de la voluntad humana”. Contra la creencia liberal en la soberanía del individuo y de sus derechos, “anteriores a la sociedad y a la historia”; contra la negación de la legitimidad de la tradición y de cualquier autoridad u obligación que no estén fundadas consensualmente, el conservantismo afirma el carácter comunitario del hombre, viviendo en comunidades que preexisten a su voluntad y, por ende, sujeto de deberes que no son necesariamente consensuales (pp. 148- 50). Más problemática es la continuación que los autores ven a esta corriente en el s. XX (pp. 49-50): Charles Maurras y Ramiro de Maeztu, seguramente sí; quizás Spengler... La noción de “Revolución Conservadora” (A. Mohler) puede más inducir a confusión que aclarar las ideas. ¿El fascismo como especie del género conservantismo? (p. 100). Esta interpretación es hoy insostenible, y resulta más adecuado distinguir, con S. Payne, entre fascismo, derecha radical y derecha conservadora (respectivamente, en el caso alemán, p. ej., el NSDAP, Hugenberg o Papen, e Hindenburg o Brüning; en el caso español, la Falange, el carlismo y la Ceda democristiana). Se han señalado por otra parte, las afinidades de al menos cierto fascismo con la izquierda revolucionaria[2].
En todo caso, los autores encuentran representada esa corriente en Chile por figuras de la talla de los historiadores Alberto Edwards, Francisco Antonio Encina, Jaime Eyzaguirre y –últimamente- Mario Góngora; del sacerdote y filósofo Osvaldo Lira, o del político Jorge Prat, para mencionar solamente a los de mayor jerarquía. Aquí puede surgir la duda: ¿es el concepto “conservador” el más apropiado para dar cuenta de esta corriente de pensamiento? La circunstancia ya indicada, el haber existido en Chile un partido así denominado, es sólo uno de los factores que se prestan a confusión. Y atendiendo solamente a los pensadores mencionados, ¿no hay entre ellos diferencias importantes? A este respecto, C. va a distinguir entre una línea nacionalista, que favorece un gobierno autoritario y centralizado, y una línea corporativista, que cuenta con la existencia de comunidades menores (familia, gremio, municipio) para moderar el poder político: thèse royaliste y thèse nobiliaire, dirá, por analogía con dos escuelas de pensamiento histórico en la Francia del s. XVIII (pp. 10-11).
La distinción anterior es sugerente, pero la duda subsiste, por otra razón. Se sabe que en el campo político las categorías y denominaciones no son inocentes. En la obra de C. y R., la connotación polémica del concepto “conservantismo” queda de manifiesto cuando se contrapone éste a “progresismo”, a “pensamiento social avanzado”: ¡a estas alturas del siglo resulta divertido oir hablar de “progresismo”, incluyendo liberalismo,  democracia y comunismo! (p.10) El presente es un trabajo académico serio; pero los autores tienen sus preferencia ideológicas y, en ocasiones, éstas se notan; a ratos, el “conservantismo” chileno parece incomodarlos, porque resulta más complejo de lo que se había definido a priori (ver más adelante).
Por fin uno, al menos, de los autores de estos ensayos parece incurrir a veces en el tipo de explicación común en un marxismo vulgar: que son las fuerzas sociales las que determinan las ideas. La “significación, la racionalidad histórica o la peculiar necesidad histórica de un discurso” se hacen inteligibles “cuando se encuentra en la vida social una premisa objetiva (...), respecto de la cual el discurso analizado es una forma activa de conciencia” (p.64). Así, los “discursos” de Encina o de Eyzaguirre no representan más que la “forma activa de conciencia” de los antiguos sectores sociales dirigentes, enfrentados a una situación de crisis (pp. 50,64-65, 68,71, 80); y si por casualidad se encuentra en estos autores alguna tendencia antioligárquica, responde a la necesidad que experimentan esos sectores sociales de atraer a los sectores medios a una alianza (pp. 65, 82). Naturalmente, esta interpretación revela una forma mentis muy propia del s. XIX, la explicación por abajo, reduccionista y mecánica. Como se ha señalado en el caso de las interpretaciones marxistas, ellas suponen por lo general en la burguesía, sectores de la gran industria, etc, una inteligencia y una sutileza mayores de las que poseen en realidad.

Edwards: del conservantismo liberal al conservantismo revolucionario


Alberto Edwards (1874-1932) es el primero de los autores que jalonan esta historia. C. es quien analiza su aporte, y comienza por reparar en las dificultades de un pensamiento auténticamente conservador –en el sentido ya indicado- en Chile, donde, como en toda América, la legitimidad, la “tradición”, arrancan de la Revolución de la Independencia. Por lo tanto, el antiliberalismo debe partir de un fondo común con el liberalismo; Edwards, entonces, tiene que escoger enfrentarse con el adversario en el “úníco terreno posible”, el de la historia de Chile. Pero no interesa a C. la obra historiográfica de aquél en cuanto tal, sino el proyecto conservador que estaría implícito en ella. Este proyecto consiste, dice, en la “desarticulación del dominio avasallador” de las ideas liberales y democráticas y, específicamente, en el establecimiento de “un Estado autónomo, presidido por un ejecutivo fuerte” (pp. 17-18). Edwards, añade, es el “portavoz y a la vez crítico” de la aristocracia (p.l9).
Con todo, C. distingue en Edwards dos etapas: una primera de “liberal-conservador”, “liberal tory”, bajo la influencia de Burke, Benjamín Constant, Carlyle, Bagehot; en esta etapa querría simplemente corregir el régimen parlamentario. La etapa madura es la de La Fronda Aristocrática y de la colaboración con Ibáñez; Edwards es ahora “conservador-revolucionario”, está marcado por Spengler y profundiza la crítica al liberalismo (pp. 20-21). Sobre todo, la huella spengleriana está patente en su adopción de “una postura puramente política desconectada de una raíz social legitimante”. Agotada la fuerza espiritual que sostenía al antiguo régimen, en una sociedad “espiritualmente desquiciada”, Edwards siente que no hay más opción que la dictadura de la espada o la del gorro frigio; y precisamente valorizará en el Coronel Ibáñez “la reconstrucción radical del hecho de la autoridad”. Sobre el nihilismo espiritual y social, comenta C., “sólo puede alzarse una autoridad fuerte que se presenta fundamentalmente como un hecho, es decir, sin fundamento moral de ninguna especie”. El cesarismo es otro elemento tomado de Spengler: el pronunciamiento militar de 1924 marca para Edwards el fin de la República parlamentaria; llegaba “la hora de César”. Observa C.: “estamos, pues, ante los umbrales del fascismo” (pp. 42-47).
Digamos, por nuestra parte, que no deja de ser curioso que haya que calificar como conservador aun pensador que ya en 1903 tenía como objetivo la “radical reforma política del régimen imperante en Chile” (C., p. 23); el objetivo del poder ejecutivo fuerte fue luego el del “progresista” Arturo Alessandri. Es verdad que las instituciones y los valores apreciados por Edwards son los que suele tenerse por pilares del conservantismo –la familia, la propiedad, el Estado, la autoridad, el orden-; sin duda, es también verdad que él penetra “la esencia del pensamiento conservador” al observar en La Fronda Aristocrática que los cambios acaecidos en los últimos siglos en tales instituciones y valores “denuncian el espíritu pecuniario y contractual de los burgueses” (C., pp. 37, 42-43). Acertadamente C. recuerda la contraposición de H.S. Maine entre sociedad de status y sociedad de contractus: esto es, entre un orden en el que las funciones de estamentos y grupos son estables, determinadas por la tradición, la religión, la comunidad de sangre, etc., y uno en el que las relaciones sociales se entablan entre individuos mediante acuerdos utilitarios (el “contrato” como modelo de organización social)[3]. Como puede apreciarse, aquí estamos ya lejos de un mero conservantismo, liberal o burgués.
El papel de Edwards como “portavoz” de la aristocracia, aunque fuera portavoz crítico, tampoco parece muy evidente. Reconociendo las virtudes de esa clase, empero quiere apartarla del poder: la tiene por incapaz de gobernar (pp. 25, 39, cit. La Organización Política de Chile, ensayos de 1913-1914). El mismo C. atribuye a Edwards el ideal de un Estado autónomo; de “un absolutismo superiora la sociedad, y aun a los elementos que le daban fuerza” (p. 19, cit. El Gobierno de don Manuel Montt, 1932), lo que no es precisamente muy aristocratizante. En La Fronda, la historia política de Chile se resume en la constante oposición de la oligarquía (“fronda”) a todo gobierno, y Portales es realzado como constiuctor del “estado en forma” –evidentemente, otra noción spengleriana. En las páginas finales, su juicio sobre la aristocracia burguesa es lapidario. Teme, sí, la anarquía, pero considera imposible o inconveniente el restablecimiento del antiguo régimen. El movimiento militar iniciado en 1924, justamente por su carácter militar –es decir, en el fondo, no burgués o antiburgués-, fue “constantemente hostil a toda tentativa de restauración oligárquica y parlamentaria” –agregando Edwards: “lo que, a fin de cuentas, es un gran bien”. La autoridad es un hecho, claro, y un hecho esencial; pero no se levanta en el puro vacío. Es un comienzo: “lo demás nos será dado por añadidura”.
Del movimiento presidido por Ibáñez, “constructivo y nada revolucionario en su esencia íntima”, puede esperarse, entonces, que lleve a la República a buen puerto. El tema del nihilismo y la pura facticidad parece, pues, exagerado en C. ¿Podía esperar Edwards que la dictadura a la cual adhirió llegase a abolir el “régimen de banqueros e industriales” por él despreciado?[4]



El nacionalismo de F.A. Encina
Francisco Antonio Encina (1874-1965) es ubicado por R., para comenzar, en la “primera
hornada nacionalista” de Chile, en la segunda década del s. XX. Si bien los temas centrales de este nacionalismo están resumidos en las palabras de Hernán Godoy –tendencia antiimperialista y antioligárquica, rasgo populista, énfasis en la industrialización, crítica a los partidos políticos..., temas casi todos ellos poco “conservadores”[5] -, R. ha explicado que, ante la situación de crisis política y social de comienzos de siglo, los antiguos dirigentes –los grandes propietarios agrarios- y los nuevos –los grupos monopólicos industriales o financieros- sólo buscan nuevas bases de apoyo en los sectores medios, mezclando para ellos antiliberalismo, autoritarismo y sensibilidad social (p.50). Ya hemos comentado este tipo de explicación que, desentrañando de una vez por todas el pensamiento de un autor, debería hacer innecesario seguir adelante. Con todo, R. se detiene en Nuestra Inferioridad Económica y La Educación Económica y el Liceo (1912), las obras de Encina en que, junto con la percepción de los factores de debilidad económica del país y la postulación del desarrollo industrial, se halla la proposición de una profunda reforma educacional, orientada contra “el intelectualismo, el desprecio por la industriosidad y el trabajo manual, y la ausencia de sentimientos nacionalistas que caracterizan a la educación chilena” (p. 51). Concede R. que, aparentemente no hay nada en el proyecto educacional de Encina que contradiga una visión política liberal. Pero repara en el sesgo de biologismo darwinista que hay en él –como en toda su época: “en el contacto de las sociedades humanas la lucha por la subsistencia domina con igual energía que en el resto del universo” (Nuestra inf. Econ.)-, y señala que esas ideas poco tienen que ver con la teoría democrática clásica (pp. 53-54). Seguramente; ¿por qué tendría que haber sido de otro modo? Por lo demás, ¿está seguro R. que el sesgo darwinista es tan ajeno a los demócratas?[6]
R. identifica la crítica de Encina a la imitación de Europa, que era tan notoria en los intelectuales liberales del siglo anterior, con la “desvalorización de los valores liberales ilustrados”, basada ésta en “el rechazo de lo que no es espontáneo”. Hay aquí, pues, un “nuevo rasgo conservador” en Encina, que cuestiona “toda idea de intervención de la deliberación política en una sociedad que evoluciona natural y espontáneamente” (p. 55). Pero, precisamente, es esa evolución natural y espontánea la que preocupa a Encina. La doble herencia española e indígena no estimula las virtudes económica propias de la civilización industrial; las condiciones geográficas de Chile tampoco favorecen un desarrollo fácil de la riqueza colectiva; y luego, la imitación de las ideas liberales, la educación libresca, el deseo de consumir al estilo europeo antes de saber producir en forma semejante, imprimieron al país un rumbo inconveniente, que lo ha llevado a su actual “inferioridad económica”. La educación económica que Encina defiende supone, por cierto, una “deliberación política”; él acentúa la importancia de la voluntad: todo depende de la “voluntad de vencer y ser grande”[7]. Todo esto, para R., muestra sólo la “profunda inconsecuencia del autor (p. 55).
La crítica enciniana del modelo político liberal y del modelo educacional chileno aunque tuviera “el valor de referirse a problemas que son reales” (!), admite R.-, era en el fondo, “una crítica del grado mínimo de apertura que el sistema de dominación tradicional iba tolerando (...) y que iba a beneficiar sobre todo a los sectores medios y populares de la sociedad” (p.57). Mas, ¿no son estos sectores los que hubiera resultado más beneficiados de una reforma educacional que desarrollase las aptitudes económicas? Las ideas de Encina sobre educación son parte de un debate que se ha mantenido a lo largo del siglo, en el cual el liceo “humanístico” ha sido objeto de fuertes críticas, no siempre de parte de personalidades “conservadoras” o “nacionalistas”[8]. La conclusión de R. es que la única solución que admite el diagnóstico de Encina es “la liquidación del avance democrático, la que coincide con la orientación política fundamental del proyecto del nacionalismo chileno de la época” (p. 57). Pero no es la conclusión de Encina; por el contrario, el proyecto político de éste, que es parte del proyecto del Partido Nacionalista a que contribuyó a dar vida en 1914, se mantenía dentro de las coordenadas del liberalismo democrático. Con su programa de robustecimiento del Ejecutivo, en favor de un gobierno eficiente; de protección a la industria nacional y de nacionalización de ciertas actividades económicas en manos de capital extranjero; de unión económica hispanoamericana y de protección de las clases trabajadoras, ese partido, lejos de ser “conservador” era el más “moderno” y “progresista” de los partidos políticos chilenos[9].
Es posible que la de Encina fuera una “lectura burguesa” de la idea de Nación al fin y al cabo, es hijo de un siglo burgués, que ha tenido entre sus preocupaciones fundamentales la economía-; y seguro que su idea de Nación se complementa con la “orientación nacionalista y anti-liberal que imprime a la idea de desarrollo industrial”. Pero cuando R. agrega, inmediatamente a continuación de lo anterior, “... marcado por el tema imperialista de la lucha por la supervivencia internacional” (p. 57), ¡hay que tener en cuenta que lo que Encina pretende es defender a Chile de los imperialismos europeos y norteamericanos, y obviamente no sugiere ningún imperialismo chileno! Probablemente los intelectuales “no conservadores” de la época no veían nada de malo en la absorción de Chile en la economía mundial británica; eran ellos los auténticos voceros de la clase dominante agraria y mercantil que, así, en el análisis de R., se ve elevada ‒contrario sensu- a un papel muy progresista.
R. vuelve sobre las ideas de Encina la década de 1930. Es el momento del Portales. Aquí R. tiene qué decir especialmente sobre la intuición, como método histórico en Encina, y como rasgo de carácter observado en Diego Portales; también, sobre el tema de las élites –tema del que difícilmente se podía prescindir en una historia política del s. XIX, en verdad. “Innecesario es destacar –comenta- “que élites e intuición, como método de acceso a la verdad y como instancia de poder, son opuestos a las concepciones modernas sobre la racionalidad, como igualmente repartida entre los hombres, y a su corolario político, la soberanía popular” (p.62). Que la racionalidad esté igualmente repartida entre los hombres puede ser un supuesto muy moderno –en el sentido de propio de la Modernidad: es el supuesto, entre otros, del homo oeconomicus de Adam Smith-; pero hubiéramos creído que las ilusiones del racionalismo se habían disipado en el transcurso de los últimos siglos... R. cita los pasajes de Encina en que éste destaca el carácter antioligárquico del régimen de Portales, pero insiste en que las tendencias antioligárquicas del propio Encina –porque, por cierto, la recuperación de la figura de Portales es la “tarea del propio presente” del historiador (p. 60)- no son tan radicales como aquél pretendía. En definitiva, como Encina tiene que ser conservador y, como tal, portavoz de los estratos oligárquicos, R. tiene que desvalorizar en este autor lo que lo aparte de tal caracterización. Viene a ser su método, como veremos en seguida.

Catolicismo y  corporativismo en Jaime Eyzaguirre


R se ocupa también de Jaime Eyzaguirre, comenzando por destacar su papel de intelectual, aglutinador de otros intelectuales en la revista Estudios (entre ellos, Julio Philippi, Osvaldo Lira, Armando Roa, Clarence Finlayson), historiador y maestro universitario. Con posterioridad a la publicación de este ensayo en su forma original (1979), Gonzalo Vial vino a discutir la caracterización de Eyzaguirre como “conservador”, en un artículo en que lo mostraba, por el contrario, como un pensador “avanzado” e “innovador”[10]. En su respuesta, R. insiste en que, siendo Eyzaguirre reconocidamente corporativista, se sigue de allí en forma necesaria que era conservador. Pero, admite, “hoy matizaría más (...) la relación entre la obra de un intelectual y los grupos sociales cuya experiencia estimula y esclarece al llevarla a la palabra y al discurso” (pp. 100-102). Será importante tenerlo presente.
Es justo, sin duda, que Eyzaguirre sea caracterizado en primer lugar como intelectual católico. Como tal, buscaba en la “doctrina social de la Iglesia”, expresada principalmente en las célebres encíclicas Rerum Novarum, de León XIII, y Quadragesimo Anno, de Pío XI, fundamentos para una “política católica integral” (p. 69). R. destaca la adhesión de Eyzaguirre al milenarismo, lo que potencialmente lo ponía en conflicto con la jerarquía eclesiástica aunque su ortodoxia no parezca haber sido puesta en duda-; resulta forzado, sin embargo, relacionar esta doctrina escatológica con el sentimiento de declinación política de la clase de grandes propietarios agrarios (pp. 70-71). En todo caso, de la conciencia religiosa de Eyzaguirre se desprende no sólo su visión de la Historia, en la que la Edad Media aparece como el paradigma de “una forma de vida comunitaria integralmente cristiana, es decir, una articulación íntima de naturaleza humana y sobrenaturaleza” –dice R.-, sino también una crítica descarnada al capitalismo: “... sustituyó la caridad por el afán de lucro y sacrificó la dignidad humana… a la codicia ilimitada, de raíz demoníaca”. Textos como éste son problemáticos para R.: ¿como explicar una tendencia anticapitalista tan clara? “El movimiento obrero y popular” ‒debe reconocer con cierta ingenuidad- “no parece constituir aquí ese enemigo fundamental” (del proyecto autoritario que Eyzaguirre encarnaría) (p. 72).
No obstante, el autor cree poder aclarar que la crítica social de Eyzaguirre está “al servicio de una demanda… de replanteamiento y reformulación de las perspectivas de los grupos oligárquicos” (p. 73); y puesto que en él la caridad, en sentido cristiano, tiene que ser la primera respuesta al problema social, concluye que su énfasis anticapitalista y antioligárquico se reduce a la “exhibición de la propia belleza de alma” (pp. 73-74). Mas, a continuación, R. muestra las ideas de Eyzaguirre sobre economía dirigida y organización corporativa de la sociedad –lo cual, evidentemente, requiere algo más que virtudes morales privadas-: “estructuración social jerárquica”, del individuo al Estado a través de las organizaciones profesionales (ampliamente entendidas, por lo demás); las corporaciones como “organismos libres” que fijan la política de su respectiva actividad profesional; y el Estado con
el “control y la coordinación general de toda la vida económica” (pp. 76-77).
Se trata, en suma –nos dice R.-, de una “variante del proyecto fascista de organización de la sociedad”, encarnado en los regímenes de Oliveira Salazar y de Franco. Pues, prosigue nuestro autor, la primera característica general del modelo corporativista es la oposición “a toda forma liberal y democrática de participación política”; la segunda, la idea de “subsidariedad”, por la cual se reconoce a las sociedades naturales intermedias (familia, municipio, gremio, profesión, etc.) un grado de autonomía frente a la acción del Estado (p. 79). De acuerdo a la tesis que ya conocemos, si el corporativismo contiene posiciones antioligárquicas y anticapitalistas, es para interesar a las clases medias; frente a los trabajadores, en cambio, el proyecto corporativo aspira a “desintegrar sus organizaciones autónomas en una institucionalización que les hace perder toda su fuerza” (p. 82). El hecho de que Eyzaguirre postule un Consejo Nacional de las Corporaciones como órgano regulador superior de la actividad económica, lleva a R. a concluir que la organización corporativa significa devolver el poder a los grupos dominantes, a través de las organizaciones profesionales (p. 84).
El problema para nuestro autor es que ve en el corporativismo una variante del fascismo; y éste, que representa una alianza entre “el capital monopolista, la gran propiedad agraria y sectores medios atemorizados” (p. 83), no puede ser sino conservador y, más aún, reaccionario. Tal interpretación, que puede decirse la interpretación “típica” del fascismo en los medios de izquierda, debe considerarse hoy superada (cf. más arriba). En cuanto al corporativismo, es también claro que no constituye una mera “variante” del fascismo. Hubo en la época entre las dos guerras mundiales un corporativismo fascista, desde luego; mas hubo también un corporativismo católico, inspirado en las encíclicas papeles y en la obra de pensadores católicos del s. XIX (La Tour du Pin, el conde Mun, etc.). Es curioso que R. olvide mencionar que profesaba igualmente este corporativismo, en la misma época de Estudios, la Falange Nacional, o sea, la Juventud Conservadora, devenida más adelante Partido Demócrata Cristiano. En fin, había también corrientes corporativistas “de izquierda”, así como otras preconizadas por algunos sectores patronales, como, en Chile, la que inspiró al Partido Agrario y también a la Sociedad de Fomento Fabril de los industriales, de acuerdo a los textos citados por R. (pp. 95-96). Habría que saber que los tratadistas corporativos distinguían entre corporativismo “subordinado” y corporativismo “autónomo”, según el grado de sujeción a la autoridad estatal[11]. Para ninguno de estos autores, que sepamos, la corporación se limitaba a una “corporación empresarial”, sino que incluía a los representantes laborales, en paridad con los patronales.
Por eso resulta poco relevante que R. nos diga que, según Eyzaguirre, sería el Consejo de las Corporaciones el que controlaría la economía; debería indicar cómo, en la concepción de Eyzaguirre, iba a estar constituída cada corporación, y cual sería su representación exacta en el dicho Consejo. Por otra parte, está igualmente claro que los regímenes de Salazar y de Franco no eran fascistas: el segundo de éstos adoptó por un tiempo formas exteriores “fascistas”, pero en la alianza con el Ejército, la Iglesia y los partidos conservadores, el componente fascista (la Falange) fue el más débil. En cualquier caso, las simpatías de Estudios por estos regímenes –y en particular por el franquista, en la época de la guerra civil- fueron más matizadas de lo que podría creerse[12].
La suerte de las armas en la II Guerra Mundial determinó, según R., que desaparecieran de Estudios las alusiones al corporativismo y en general a “toda posición o modelo político explícito”. Eyzaguirre pone el acento en el hispanismo, vale decir, en la recuperación de los valores tradicionales hispánicos y en la valorización de la obra de España en América; y en este sentido orienta la parte principal de su obra historiográfica. Aún hoy es visto fundamentalmente como historiador, observa R., pero esto no obedece más que a la “coyuntura de repliegue” a que se ven enfrentados los grupos sociales representados por aquél (p. 92). R. pasa ligeramente por la oposición del director de Estudios (y también del historiador) al imperialismo norteamericano y al “panamericanismo”: una oposición sólo aparente, nos advierte, “en la medida en que... silencia otros imperialismos de la época: el alemán especialmente...” (p. 93). ¿No era razonable que Eyzaguirre dedicara su hostilidad principal al imperialismo de Washington, que era ya un enemigo inmediato o, por lo menos, una amenaza real en Hispanoamérica, en tanto que el imperialismo alemán se encontraba débilmente representado? Pero, no hay caso: si Eyzaguirre habla de parcelar los latifundios, no es más que para “reformular” el poder de los latifundistas (p. 80); si es declaradamente antiimperialista, es porque en realidad es proimperialista...



Neoliberalismo, corporativismo, nacionalismo
En el cuarto y quinto ensayos de esta obra, R. y C., respectivamente, pasan revista a las tendencias conservadoras de los años 60 y 70, mostrando la problemática relación entre neoliberalismo, por un lado, y nacionalismo y corporativismo, por otro. La obra alcanza aquí especial interés, y no sólo porque toca temas prácticamente “de actualidad”. En verdad, esta parte tiene que justificar el que se pueda hablar de una corriente de “pensamiento conservador” en Chile.
Los autores mencionan rápidamente a Jorge Prat y a su revista Estanquero, la que recoge “sobre todo” las tendencias nacionalistas de Edwards y de Encina, aunque también recibe las influencias corporativistas e hispanistas de Estudios. Por cierto, el nombre de la publicación, que es aquél con que fue conocido el grupo político del ministro Diego Portales, es ya todo un programa. Un programa, resume R., “nacionalista, autoritario, radicalmente anticomunista y anti-partidos, que culmina amalgamándose a las alternativas populistas de Ibáñez y Perón” (p. 103). Habría que reparar, con todo, en la evolución que experimenta Estanquero, y en las tendencias internas no enteramente homogéneas que alberga la revista[13]. Pero no es exacto que el gobierno de Ibáñez y el de su sucesor Jorge Alessandri representen un “triunfo... del ideario conservador”; ni siquiera “parcial”, como asegura C. (p. 124). A Ibáñez es preferible definirlo como “populista”, como hace R. (contó inicialmente con el apoyo, no sólo de los nacionalistas, sino también de la mayor parte de los votantes de izquierda); y si Alessandri fue, sin duda, “conservador” en el sentido más general del término, no lo fue en el sentido especifico que se
viene considerando aquí.

R. encuentra en los años 60 un auge de las ideas nacionalistas y corporativistas. Prat contribuye a formar el Partido Nacional, fusionando su propio partido con los partidos Liberal y Conservador...; pero R. no nos informa que al poco tiempo se retiró del nuevo partido. En todo caso, “la incorporación del ideario nacionalista a la organización política más importante de la derecha chilena” quedó solamente en la intención de Prat, si la tuvo; la derecha chilena siguió siendo básicamente liberal; ¡y que los “observadores de la época” hayan encontrado “fundadas asociaciones” entre este partido Nacional y el fascismo (p. 105), sólo significa que tales observadores andaban muy desorientados! En cambio, es más significativa la formación del “Movimiento Gremialista” de la Universidad Católica, que inicialmente “revitaliza” las ideas corporativas de Estudios (pp. 105 y 125-126). Paralelamente, en 1969, un grupo de “ideólogos nacionalistas vinculados al hispanismo y al Opus Dei”, encabezados por Gonzalo Vial, fundan la revista Portada. A ellos se agregan algunos economistas neoliberales que tenían antes su propia publicación. Portada reivindicará el nacionalismo, pero en un tono más moderado, más “cauto”, mientras que el corporativismo se halla diluído en alusiones a la importancia de los gremios. Por esto resulta un tanto desmedido sostener que el pensamiento de esta revista es “rupturista” en relación con la democracia liberal (pp. 106 y Ss.). Más relevante es notar que todos los personeros de esta corriente van deslizándose hacia posiciones próximas al neoliberalismo de Hayek y de la “escuela de Chicago” (p. 126).
Todos estos grupos celebran con entusiasmo el golpe militar de 1973. R. destaca la condición
privilegiada de revistas como Portada y Qué Pasa –del mismo equipo de la anterior-, junto al diario El Mercurio: bajo censura oficial, receso de los partidos y silenciamiento de la discusión política pública, “este nuevo estilo de hacer política, a través de medios aparentemente apartidistas, pero en definitiva estrictamente doctrinarios, rinde sus mejores frutos” (p. 116). Ahora bien, tales grupos y publicaciones son, por entonces, abiertamente neoliberales. Las razones de esta “mutación ideológica”, nos dice R., son, por un lado, el “radicalismo antidemocrático” del corporativismo, que encuentra dificultades para imponerse en una sociedad de tradiciones democráticas: “el neoliberalismo tiene menos tensiones –por lo menos en el nivel del discurso- con esa tradición”. Por otro lado, la adopción global de una política económica neoliberal por parte del régimen no deja ningún espacio para el desarrollo de asociaciones profesionales, sindicales, etc., en que se hubiera sustentado un movimiento corporativo (p. 120). Sin duda fue así; mas, ¿por qué hablar de que el corporativismo se dividió en dos tendencias? Simplemente triunfó otra tendencia, el neoliberalismo. Ni tampoco los neoliberales adoptaron “un discurso antidemocrático cuyo origen... (era) el corporativismo”; tenían y tienen su propio discurso. En realidad, como se ha reconocido más arriba, el neoliberalismo es más fácilmente compatible con la “tradición democrática”.
R. apunta diferencias fundamentales entre ambas corrientes de pensamiento, en torno, p.ej., al entonces tan invocado concepto de “subsidariedad”. Para el tradicionalismo católico, explica, “la idea de subsidariedad del Estado se funda en una concepción de la política como fenómeno natural”. Entendida la societas como una floración natural de cuerpos intermedios –la Iglesia, las Universidades, las corporaciones, las regiones, las asociaciones vecinales, etc-, el poder político no debe intervenir en ella sino “en subsidio” de esos cuerpos, esto es, en caso de debilidad o incapacidad, ya que cada uno de ellos tiene fines propios que cumplir. Para el neoliberalismo, por su parte, la subsidariedad “quiere decir fundamentalmente una sola cosa, mucho más prosaica, el fin de la intervención del Estado en la economía y su reemplazo por un ‘Estado mínimo’”. Sorprendentemente, R. termina: “a pesar de esto, me parece que hay relaciones y lazos bastantes más profundos entre neoliberalismo y corporativismo” (p. 120, subrayado nuestro). ¿A qué exponer las diferencias, entonces, si la conclusión es que ellas no cuentan? Más adelante subraya “el carácter conservador del discurso neoliberal” (p. 121): de acuerdo; pero si se ha definido el “conservantismo” por su carácter nacionalista, corporativista, antiliberal, autoritario y jerárquico, y se sigue hablando de “conservantismo” cuando pasamos a un discurso individualista, liberal, que no reconoce más autoridad ni más jerarquía que las del mercado, “centrado en una visión contractualista de la sociedad, en un universalismo abstracto, trascendente a los límites nacionales y en un proyecto de paz universal...” –R., sobre la teoría democrática clásica (p. 54)-; si es así, sólo se puede lamentar el malabarismo verbal en que incurre el autor.
Con más sentido de los matices, C. explica la “confluencia” que percibe entre corporativismo y neoliberalismo, especialmente en los años del gobierno de Allende, cuando el Movimiento Gremialista tomó “el liderazgo de la lucha ideológica” contra ese gobierno. Es interesante la razón de que haya sido así: “no resulta plausible (sic) una oposición que se centre en el tema nacionalista en tanto que el programa de la Unidad Popular incorpora... una concepción de un Estado productor activo que no está muy alejada de las propuestas de Encina”. ¿De manera que el nacionalismo de Encina, después de todo, no era tan conservador? Pero prosigue C.: el gremialismo, en cambio, “devalúa la acción partidista, enfatiza el papel de las asociaciones intermedias y le entrega al Estado una función puramente subsidiaria”. Es esta noción de Estado subsidiario lo que genera el acercamiento del gremialismo a las tesis neoliberales; y también la oposición al constructivismo –es decir, “la injerencia planificada del Estado en las actividades de la sociedad civil” (p. 126). Muestra C. que el anticonstructivismo de Hayek reposa en una tesis epistemológica, según la cual el conocimiento humano “práctico” se limita a las circunstancias particulares de cada individuo; de aquí que la planificación central –que supone una “elevación omnisciente”- sea imposible. Hay que aceptar, pues, el orden espontáneo que surge de la interacción de individuos libres en el mercado. Más aún, en el pensamiento hayekiano “la sociedad como tal no puede existir realmente, (e) igualmente la noción de justicia social o distributiva carece de fundamento en la realidad”.
No escapa a C. las profundas diferencias que separan esta concepción del corporativismo católico tradicional. El anticontructivismo de éste cuenta, se ha visto, con el Estado y con las sociedades intermedias. El corporativismo “es comunitario”; sus teóricos como Eyzaguirre y Philippi “reconocen al ser humano, en conformidad con el pensamiento aristotélico-tomista, una naturaleza social. Así, los individuos derivan su entidad de organizaciones sociales anteriores a ellos mismos”. En tanto que el “orden natural” del neoliberalismo es individualista: “el mercado, no la familia o las organizaciones naturales intermedias, es el paradigma social por excelencia” (pp. 127-128).
Mayor dificultad presenta, para C., la inclusión del nacionalismo dentro de la “síntesis
conservadora de los años 70”. En verdad, da la impresión de que aquél se ha dejado llevar un poco por la contraposición entre thèse royaliste y thèse nobiliaire, porque autores ya de los años 30, como Guillermo Izquierdo Araya, no habían tenido dificultad para hacer la síntesis de nacionalismo y corporativismo[14]. Según nuestro autor, ésta es la obra del sacerdote Osvaldo Lira, quien intenta “la fundación filosófica del tradicionalismo chileno”. En su Nostalgia de Vásquez de Mella (1942), Lira distinguía la “soberanía política” –correspondiente al Estado- de la “soberanía social”, que expresa los derechos de los cuerpos sociales. Mientras que para el liberalismo clásico la separación entre Estado y sociedad buscaba la protección de la sociedad frente a los abusos estatales, para Lira “la noción de soberanía política representa al Estado como principio de unidad nacional”. Sólo un Estado fuerte puede regular con autonomía las actividades nacionales, evitando los particularismos locales o sectoriales; pero, al mismo tiempo, no puede el Estado invadir el ámbito de las asociaciones menores (p. 133). Lira saludó con satisfacción el advenimiento del régimen militar en 1973, en el que creía ver recogidas sus propias ideas; pero de ahí no se sigue que haya sido el “vínculo” entre el pensamiento conservador y la junta militar chilena (p. 134).
Son notables las páginas que C. dedica al análisis de la Declaración de Principios del Gobierno de Chile (1974), documento que quería ser la norma doctrinal del régimen militar. En él ve el autor una “matriz conceptual” determinada por el principio de subsidariedad y la distinción entre soberanía política y soberanía social, sobre la cual se han “injertado” propuestas neo- liberales que imprimen al texto “un sello característico” (p. 136). Piensa C. que la teoría de la soberanía social es “el puente que une a los gremialistas con los liberales hayekianos”. En efecto, la autonomía de las organizaciones sociales ensamblaría con la noción hayekiana de un “dominio protegido” para la iniciativa privada, mientras que el concepto de subsidariedad se ampliaría para incluir la esfera económica privada en cuanto tal; no a las sociedades intermedias, como en la teoría original, sino, simplemente, a los individuos (pp.138-139).
El nacionalismo, en la Declaración, tiene por función “desplazar y deslegitimar otras visiones totalizadoras”. No era posible, se nos explica, negar el “momento totalizante del Estado” en tanto que monopolizador de la política. “Al identificarse como nación, sin embargo, el Estado alcanza una existencia política independiente, no fundada en la voluntad popular”. Por su parte, el corporativismo da cuenta, en la misma Declaración, de la “despolitización de la sociedad” (p. 139). Lo primero es verdad; sólo que la identificación entre Nación y Estado es un hecho de los últimos siglos, y no necesariamente ha prescindido de la voluntad popular. En cuanto a lo segundo, el objetivo central de todas las formulaciones corporativistas no ha sido la despolitización de la sociedad, sino una nueva y –supuestamente- más real participación ciudadana; sin la interferencia de los partidos, es cierto, y a menudo reemplazando la noción de “ciudadano” por la de “productor”. Pero esto es lo que C. olvida; que, en consonancia con el neoliberalismo dominante, el régimen prescindió de toda participación, movilización u organización ciudadana, aunque hubiese sido por cauces gremiales. Esto nunca fue lo que pretendió el corporativismo.
Así, la Declaración justificó el “pleno desarrollo de la moderna sociedad de mercado” (p. 139). Este fue el resultado de todo el proceso, está claro; mas dicho documento, en sí mismo admitía otras “lecturas”. Y tanto era así que, a la larga, en la medida en que el neoliberalismo se impuso del todo, el régimen olvidó su propia declaración de principios, la que está completamente ausente de la discusión pública de los años 80.
Tradicionalismo y nacionalismo en Mario Góngora


El neoliberalismo, pues, ha triunfado plenamente en la lucha ideológica que se ha librado en la sociedad chilena. Antiguos colaboradores y discípulos de Jaime Eyzaguirre o de Osvaldo Lira se han desembarazado de cualquier escrúpulo corporativista y se han plegado sin más al sistema de ideas dominante. En este contexto Mario Góngora publica su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX (1981), a cuyo análisis C. va a dedicar la última parte de esta obra. Góngora ha sido, ante todo, un historiador, pero C. pone de relieve un pensamiento político inspirado en Burke, De Maistre, los románticos alemanes Justus Möser, Novalis y Adam Müller; Burckhardt y Nietzsche, Spengler y Carl Schmitt y, entre los chilenos, Alberto Edwards. De este modo, Góngora viene a ser como la síntesis de todo el “pensamiento conservador” tratado aquí. C. lo trata con especial respeto; hay que decirlo porque, si bien Góngora sigue siendo respetado como historiador, después de su muerte en 1985 parece haberse tendido a silenciar o “recuperar” sus ideas políticas. Así, al publicarse el Ensayo, se levantaron voces de alarma en la intelligentsia neoliberal, que llegaron a afirmar que las tesis que contenía eran “peligrosas”; tales comentarios fueron incluídos en la segunda edición (póstuma) de la obra, quizás a modo de relativizarla, dándole el matiz bien pensante[15].
La tesis de Góngora es que es el Estado el que ha formado la nacionalidad chilena, en un país caracterizado tempranamente como “tierra de guerra”. En este siglo, sin embargo, se observa la “pérdida del sentido vivo y orgánico del Estado”, con el auge correlativo de la noción de “sociedad” como “complejo de intereses particulares” contrapuestos a aquél. Hasta culminar en las “planificaciones globales” que pretenden la reestructuración general de la sociedad, la economía y el Estado: Frei, Allende, Pinochet... Empero (observa C.), Góngora habla con aprobación de la reforma agraria y del comienzo de la nacionalización del cobre, en tiempos de Frei; aun del gobierno socialista de Allende valora la mantención relativa de la “idea de Estado”. En cambio, el movimiento militar, que representó la posibilidad de “reanudación de la idea de Estado Nacional”, con una Declaración de Principios de “indudable” inspiración tradicionalista, derivó finalmente en una “revolución desde arriba” de signo antiestatal (C., p.144 y ss.)[16].
Según C., Góngora intenta fundamentar una “auténtica tradición conservadora” en la historia de Chile, de modo de poder, legítimamente, descalificar al liberalismo como un fruto ajeno; y no
obstante estar consciente de que el conservantismo chileno ha sido siempre liberal. Tal intento es su mérito principal, opina nuestro autor (p. 148). Como el tradicionalismo “presupone el haber pasado por la crisis revolucionaria, el haber detectado a fondo ese fenómeno y su profundidad abismal, para actuar en su contra” (Góngora), C. verifica en la vivencia en Chile de la Revolución rusa de 1917, y en la época de cambios que comienza con Arturo Alessandri, la condición para la constitución de un “frente contrarrevolucionario”: “a la revolución mesocrática alessandrista responde el impulso contrarrevolucionario ibañista” (pp. 155-156). Pero aquí el pensamiento de C. se hace mecánico y desfigura la realidad histórica. Aceptando que el primer gobierno de Alessandri haya sido revolucionario, esta revolución más bien se prolonga y consolida en la dictadura de Ibáñez. El ascenso de las clases medias, la política de protección a los trabajadores, la modernización del Estado y el reforzamiento del poder presidencial, son aspectos que unen a los dos caudillos, no obstante enfrentados entre sí.
Evidentemente, el pensamiento de Góngora no se reconoce en tal esquema. ¿Realmente pretende él fundamentar un pensamiento conservador, o simplemente, a fuer de historiador, muestra el pasado?[17] En cualquier caso, Góngora estima que la sociedad chilena de buena parte del s. XIX puede llamarse “tradicional” porque no ha pasado por una verdadera revolución liberal burguesa, pese a la ideología liberal que profesa parte de la aristocracia dirigente. En el s. XX se llegará, en cambio, a una “democracia de masas”, “democracia plebiscitaria” (M. Weber) que, con todo, dará al “polo monárquico-presidencial” del Estado chileno un contenido más fuerte de caudillaje. La repercusión, no sólo de la revolución bolchevique, sino también de “las formas nacionales nacidas durante y en contra de la revolución del siglo XX” (Góngora alude a la Acción Francesa, al fascismo, nacional-socialismo, falangismo), estimula el redescubrimiento de las tradiciones nacionales en Hispanoamérica, en actitud de ruptura con el s. XIX. Salvando la distancia que hay entre estas tradiciones y las europeas, más viejas y firmes, Góngora muestra el hispanismo (que mira al pasado colonial en forma análoga a cómo romanticismo y tradicionalismo europeos miraron la Edad Media), el corporativismo, las figuras simbólicas capaces de inspirar un nuevo nacionalismo (Portales, Rosas). Así, el sinarquismo en México, el integralismo brasileño, el nacionalismo y el “primer peronismo” en Argentina; en Chile, los movimientos juveniles católicos y los diversos nacionalismos. Todas sus ideas y consignas “eran naturalmente extrañas a la Derecha política oficialy mucho más a la Derecha económica”[18].
Vale la pena aclarar aún lo que significan para Góngora posiciones “tradicionalistas” o “contrarrevolucionarias” En el tradicionalismo romántico encuentra una “oposición bastante radical” al capitalismo, un punto que C. pasa por alto, aunque ya K. Mannheim –de quen el autor toma la noción de “pensamiento conservador”- señalaba que la crítica del capitalismo había comenzado en la “oposición de derechas” antes de ser adoptada por las izquierdas[19]. Agrega Góngora “difiero de la opinión de que estos movimientos (románticos y tradicionalistas) tienen que ver algo con el conservantismo actual”. ¿En qué medida, entonces –se pregunta- tales movimientos pueden ser llamados “conservadores”? Y recuerda la famosa sentencia de De Maistre: “la contrarrevolución no será una revolución contraria, sino lo contrario de una revolución”; quiere decir –interpreta Góngora- que no será una revolución desde arriba, que anule la obra de la revolución, sino “una evolución..., un absorber todo lo que hubiera de positivo, de valioso en la misma revolución”[20]. En tal sentido, hay que observar, los nacionalismos de tipo fascista no podrían ser llamados contrarrevolucionarios, sino decisionistas. Como Donoso Cortés (tocado por Góngora), pero en otro sentido.
C. está dispuesto a reconocer el valor de las críticas que en su momento hizo Góngora al gobierno militar neoliberal; sin embargo agrega, como para que el lector desprevenido no caiga en una trampa: “Pero ello en ningún caso debe ocultar el que su argumento esté determinado por un profundo ánimo reaccionario y que su conservantismo no es en ningún caso liberal sino contrarrevolucionario” (p. 156). Esta resulta ser la tónica de toda la obra, como ya se habrá observado: cuando se admite que Encina, o Eyzaguirre, o Góngora, sostienen posiciones “avanzadas”, hay que explicar la intención profunda tras esas posiciones, de modo que éstas sean absorbidas al interior de una concepción general “conservadora”, “reaccionaria”, “contrarrevolucionaria”...; esto es –suponemos- que marcha contra el sentido de la Historia. ¡Por lo menos las vueltas recientes de este “sentido de la Historia”, la pérdida de significación de términos como “reacción” y “revolución”, podrían haber llamado a prudencia a los autores!
Como conclusión, C. cree observar que el tradicionalismo inspira aún el trabajo de una serie de intelectuales chilenos –lo que ha sido desmentido al menos por uno de ellos[21]-; pero nos dice tranquilizadoramente, “al interior del movimiento conservador actual prima una actitud más modernizadora y menos escéptica frente al progreso, tal como se manifiesta en la revista Estudios Públicos (p. 156). No vamos a discutir el carácter conservador de esta publicación, si C. lo afirma; es, en todo caso, neoliberal, de modo que, una vez más, estamos hablando de corrientes diferentes confundidas bajo una denominación común.
Esa es, en síntesis, la debilidad principal de la obra: descansa en un cierto “nominalismo”. El “pensamiento conservador” parte liberal, con Edwards; se hace biologista con Encina, católico y corporativista con Eyzaguirre, nacionalista con Góngora...; para volverse neoliberal y decididamente “moderno”, sin dejar de ser el mismo ente –antropomórfico, se diría. Y sin embargo, queda claro que ninguno de los autores examinados fue propiamente “conservador” en relación con su medio y su época. Por una parte, C. y R. sienten predilección por arrinconar lo que llaman “conservantismo” –entendamos: nacionalismo y tradicionalismo- junto al liberalismo, como expresiones de un mismo pensamiento reaccionario; por otra parte, es evidente que la perspectiva en la que se sitúan es la liberal. Y al final, saludan como más afín a la propia posición, más “moderna” y “progresista”, a una manifestación del neoliberalismo.
Ciertamente, un gran mérito de la obra comentada es el dar a conocer una corriente de pensamiento que, pese a la alta calidad de sus representantes, permanecía silenciada. Son de particular interés las páginas que C. dedica a examinar la posibilidad de un tradicionalismo en América. De esa corriente habría que recoger las tesis más radicalmente antiliberales y antiburguesas, a fin de apoyar en ellas una revolución... “conservadora”, llamémosla, para complacer a C. y R.
GUILLERMO ANDRADE*

*Publicada en Ciudad de los Césares N° 31, Julio/Octubre de 1993







[1] R. CRISTI/ C. RUIZ: El Pensamiento Conservador en Chile. Seis Ensayos. Ed. Universitaria, Santiago, 1992.
[2] Cf. S. PAYNE, El Fascismo, Alianza Ed. Madrid, 1992; P. GOTTFRIED, “La Izquierda y el Fascismo”, en Ciudad de los Césares 27.
[3] Cf. Gruppo di Ar, Totalitá sociale e comunitá organica, Ed. di Ar, Padua (Italia), 1982.
[4] EDWARDS, La Fronda Aristocrática, 1928; Ed. Universitaria, 12a ed, 1991, en esp. pp. 277 y ss.
[5] H. GODOY, “El pensamiento nacionalista en Chile a comienzos del siglo XX”, Dilemas N° 9, dic. 1973, Santiago (también en E. CAMPOS MENENDEZ, Pensamiento Nacionalista, Ed. Nacional G. Mistral, Santiago, 1974).
[6] Cf. GOTTFRIED, art. cit.
[7] ENCINA, Nuestra Inferioridad Económica, Santiago, 19I2, pp. 56-64, 298, 325.
[8] Cf. H. GODOY, “El ensayo social”, Anales de la Universidad de Chile N° 120, 1960; P. GODOY, “Apunte para una crítica de la educación secundaria”, Revista de Educación N° 32-33, Santiago, 1971.
[9] Cf. E. ROBERTSON, Ideas Nacionalistas Chilenas, Santiago, 1978 (mecanogr.), pp. 60 y ss.; GODOY, art. cit. (n. 5).
[10] G. VIAL, “El pensamiento social de Jaime Eyzaguirre”, Dimensión Histórica de Chile, N° 3, Santiago, 1986, pp. 99 y ss.
[11] Cf. M. MANOILESCO, El Siglo del Corporatismo, Santiago, 1941; J. A. VASQUEZ M., “Del ‘Orden Natural’ a la ‘Auto-organización’ o la vigencia de idea Orgánica”, C.C. 12; G. FERNANDEZ DE LA MORA, Los teóricos izquierdistas de la Democracia Orgánica, 1985.
[12] Cf. Vial, n. 10.
[13] Ver ROBERTSON, pp. 225  y ss.
[14] Idem, pp. 150 y ss.
[15] Cf. GONGORA, Ensayo Histórico sobre la Noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, 2 ed., Universitaria, 1986
[16] GONGORA, Ensayo, ed. La Ciudad, Santiago, 1981, en esp. pp. 126 y 55.
[17] Cf. respuesta de Góngora a uno de sus críticos, publicada en Economía y Sociedad, 2ª época, p. 3, julio1982, Santiago (también en Ensayo, 2a ed.): “Un historiador no tiene porqué adscribirse taxativamente a una ideología, ni a una Filosofía política... Sus convicciones se manifiestan más concretamente en lo que relata, describe o analiza. Ni tampoco puede dar recetas para reconstruir un país”.
[18] GONGORA, “Reflexiones sobrela Tradición y el Tradicionalismo en la Historia de Chile”, en Civilización de Masas y Esperanza, Ed. Vivaria, Santiago, 1987; pp. 185-191.
[19] K. MANNHEIM, “El Pensamiento Conservador” en Ensayos sobre Sociología y Psicología social, FCE, México, l963; p. 102.
[20] GONGORA, “Romanticismo y Tradicionalismo” en Civilización de Masas, pp. 65-66.
[21] VIAL, “Alrededor de los sucesos de 1973”, Dim. Hist. de Chile N° 3, pp. 241 y ss.

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